
Trabajábamos día y noche; con frecuencia, durante semanas enteras no nos veíamos y cada encuentro nuestro desde el punto de vista sentimental, era una novedad, una sorpresa.

El 4 de junio de 1946 fui nombrado Presidente. Los primeros seis meses después del nombramiento fueron los únicos que pasamos tranquilos, en una casa verdaderamente nuestra. Habitábamos en la calle Teodoro García, en la casa propiedad de Evita, pequeña, aislada, hecha a propósito para pasar una luna de miel que muchas veces nos habíamos visto obligados a aplazar.
Muy luego, sin embargo, por la afluencia de la gente que venía a visitarnos y por el número, siempre creciente, de pobres que solicitaban hablar con Evita, debimos trasladarnos a la villa presidencial en el barrio de Palermo.

Mi mujer decidió dedicarse a la asistencia social y se instaló en el Ministerio del Trabajo del cual era titular José María Freire.
Sus tareas eran distintas: Eva intervenía en los casos, infinitos, que escapaban al control y la actividad del Ministro. Así nació la “Fundación EVA PERÓN”, un organismo de ayuda social encaminado a cuidar de niños, muchachos, hombres, mujeres y ancianos, creando asilos, escuelas, clínicas, hospitales, casas de refugio, centros de recreo y vacaciones, a los cuales tenía acceso el pueblo sin gasto alguno.

Para los primeros fondos, Eva se dirigió a mí. Una noche en la mesa me expuso sus programas; parecía una máquina calculadora; al terminar le di mi consentimiento de ley.
Le pregunté: “¿Y dónde están los fondos?”
Ella me miró divertida: “Muy sencillo, me dijo, comenzaremos con los tuyos...”.
“¿Con los míos? ¿Y cuáles?”
“Tu sueldo de Presidente”.
El primer decreto ley relacionado con la Fundación fue emitido por mi mujer en la mesa; nunca fue codificado, pero fue más drástico que una ley escrita.
Eva se puso inmediatamente al trabajo; desde aquel momento perdía prácticamente a mi mujer. Nos veíamos raramente y de pasadita, como si viviésemos en dos ciudades distintas.

Eva, efectivamente, pasaba con mucha frecuencia la noche en su oficina y volvía a casa al amanecer. Yo, que de ordinario salía de la villa a la seis de la mañana para ir a la Casa Rosada, me la encontraba en la puerta, un poco cansada pero siempre satisfecha de sus fatigas. Un día le dije:
“Eva, descansa y piensa que también eres mi mujer”.
Ella se puso seria y me respondió: “Es justamente así como me doy cuenta de que soy tu mujer”.
En 1947 llegó una invitación oficial para que visitásemos España. Asuntos importantes de gobierno me obligaron a renunciarla, pero decidí que Eva fuese con un pequeño séquito de personas, entre las cuales estaba el conocido armador Alberto Dodero, quien se encargó de los gastos del viaje. Junto con la invitación de España, llegó también la de Italia, Portugal y Francia.
Contrariamente a cuanto se ha dicho, también el gobierno inglés invitó a Eva Perón, pero nosotros declinamos la invitación por cuanto el programa de viaje sólo se relacionaba con los países latinos.
En aquellos años España estaba en cuarentena e Italia salía lentamente de su grave crisis de posguerra.
En España no había ni siquiera Embajadores, porque las naciones vencedoras no querían tener relaciones con el gobierno de Franco. Justamente por esta razón y para demostrar al mundo que la Argentina, al margen de toda animosidad, estaba animada de un profundo espíritu de solidaridad universal, decidí enviar a Madrid un representante diplomático, regularmente acreditado y junto con el Embajador mandé numerosos barcos de víveres para aquella población generosa y hambreada.
Hoy se habla mucho del Plan Marshall y se reconoce al general Marshall el mérito de haber concurrido a la salvación del mundo empobrecido por la guerra; no quiero pecar de modestia, pero creo que puede decirse sin temor a desmentidos, que el verdadero, el primer Plan Marshall lo actualizamos, lo realizamos nosotros los argentinos, socorriendo a los necesitados sin pedirles nada, sin pretender de ellos alguna contrapartida de orden político.

Para Italia eran momentos graves y difíciles. La carestía flagelaba Europa. La miseria y el hambre atormentaban de manera trágica también a Grecia, a la que en 1946, a nombre del gobierno argentino, regalé medio millón de toneladas de víveres.
Italia atravesó su peor momento de crisis un año después. Un día, en 1947, el Embajador Arpesani solicitó entrevistarse conmigo. Me hizo saber que la visita tenía carácter de urgencia; lo recibí inmediatamente en la Casa Rosada. Por su rostro comprendí que estaba preocupado.
Me dijo que Italia ya no tenía pan y me mostró un telegrama de su Presidente del Consejo. Agregó verbalmente que su gobierno no disponía de moneda para pagar el grano.
“Presidente, me dijo, solamente usted puede ayudarnos. Su ayuda es necesaria hoy. Mañana sería tarde”.
Convoqué inmediatamente a Miguel Miranda y el Consejo Económico del cual Miranda era el Presidente. Pregunté cuántos barcos argentinos se encontraban navegando en aquel momento. Me respondieron que eran unos diez, todos cargados de trigo, destinados a otros países con los cuales habíamos estipulado anteriormente contratos bastante ventajosos.
No perdí tiempo en decidirme; Arpesani esperaba sin atreverse a respirar. Por telegrama ordené a todos los buques invertir la ruta y dirigirse a puertos italianos. El embajador de Italia en aquel momento no acertó a decir una palabra; bajó la cabeza y vi que se pasaba por los ojos el dorso de la mano...
Eva estaba ya en viaje para Europa. En España tuvo una recepción entusiasta. Todas las noches me telefoneaba a Buenos Aires sus impresiones.
Al principio parecía que hubiese iniciado el descubrimiento de un nuevo mundo; le bastó, sin embargo, una semana, para darse cuenta de que no estaba del lado de allá del océano, sino que apenas estaba fuera del umbral de su casa. Una noche, durante nuestro telefonema me dijo: “Franco me ha dicho hoy que en España es fácil llorar de emoción; yo le he respondido que lo creo pero que estoy ya tan habituada a llorar en mi patria que aquí me será difícil hacerlo. Él me ha rebatido que si no lloraba me regalaría un maravilloso Gobelino que está en el Prado y que representa la muerte de Darío.
¡He vencido y me lo ha regalado!
Aquel Gobelino está al presente en la residencia presidencial y si bien es un regalo hecho a mi mujer, ni lo vendí ni me lo llevé. Durante su viaje a través de Europa, Eva recibió numerosos regalos. En España cada provincia le donó un vestido, en Milán, en la Feria de demostración, le regalaron dos automóviles Fiat, en Francia la ahogaron en perfumes.

Llevó cuadros, joyas, vestidos; por donde quiera que pasaba, encontraba amigos, nuevos amigos, atraídos por la simpatía que sabía suscitar en todos los ambientes.
Por muchos días después de su regreso, me contó las peripecias del viaje. Le parecía haber vivido una fábula extraordinaria. Lo que mayormente le impresionaba fue la visita al Papa y al Vaticano.
“Entrando a la plaza de San Pedro, me dijo, tuve la impresión de haber entrado a otro mundo. Roma parecía alejada mil millas y casi casi, ni se sentían los rumores. En el Vaticano todo era quieto, silencioso, ordenado, maravilloso. Aquel pequeño Estado que vive en torno de una majestuosa Basílica, es un continente. El Papa me pareció una visión. Su voz era como un sonido, moderado y lejano. Me dijo que seguía muy de cerca tu obra, que te consideraba un hijo predilecto y que tu política ponía en práctica de manera más que laudable, los principios fundamentales del Cristianismo”. Por dos años todavía, Evita vivió feliz, dedicándose enteramente a los pobres. Los primeros síntomas de su enfermedad se manifestaron hacia fines de 1949.

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