Eva entró en mi vida como el destino. Fue un trágico terremoto que sacudió la provincia de San Juan, en la Cordillera, y destruyó casi enteramente la ciudad, el que me hizo encontrar a mi mujer.

En aquella época yo era Ministro del Trabajo y Asistencia Social. La tragedia de San Juan era una calamidad nacional que interesaba directamente al Ministerio a mi cargo.
Millares de personas habían quedado sin techo, aisladas en zonas gélidas y escuálidas, al otro lado de unas montañas temibles y lóbregas, cuyo único ornamento son las nieves perpetuas.
Para socorrer a la población de San Juan movilicé al país entero; llamé indistintamente a hombres y mujeres, a fin de que todos, en la medida de sus posibilidades, tendiesen la mano a aquella pobre gente de aquella provincia remota. Se trató de organizar un verdadero ejército de voluntarios que llamasen a todas las puertas de la ciudad, a lo largo y a lo ancho, solicitando socorros y enviándolos luego a las zonas afectadas. Entre los tantos que en aquellos días pasaron por mi despacho, había una joven dama de aspecto frágil, pero de voz resuelta, con los cabellos rubios y largos cayéndole a la espalda, los ojos encendidos como por la fiebre. Dijo llamarse Eva Duarte, ser una actriz de teatro y de la radio y querer concurrir, a toda costa, a la obra de socorro para la infeliz población de San Juan.
“Organizamos espectáculos” –dijo–. “Movilizaré a los colegas. Mi compañía es una compañía de voluntarios que pide ser empleada en esta batalla benéfica”. Hablaba de manera vivaz, tenía ideas claras y precisas e insistía en que se le confiara un encargo.
“Un encargo cualquiera”, decía. “Quiero hacer algo por esa gente que en este momento es más pobre que yo”.
Yo la miraba y sentía que sus palabras me conquistaban; estaba casi subyugado por el calor de su voz y de su mirada. Eva estaba pálida, pero mientras hablaba su rostro se encendía. Tenía las manos escuálidas y los dedos ahusados; era un manojo de nervios. Discutimos largo rato. Era la época en que en mí se abría camino la idea de dar vida a un movimiento político que transformase radicalmente la vida de la Argentina.
Los primeros experimentos de mis teorías sociales, llevados a cabo en mi calidad de Ministro, habían despertado a las masas, a las cuales nadie hasta entonces, había dirigido una palabra o una mirada. La Argentina vivía según una tradición decrépita que no tenía en cuenta las exigencias del pueblo. Como en la India, había también una casta privilegiada; el que no pertenecía a esta casta tenía solemnemente el deber de trabajar y el derecho de morirse de hambre.
Vi en Eva una mujer excepcional, una auténtica “pasionaria” animada de una voluntad y de una fe que se podía parangonar con la de los primeros creyentes. Eva debía hacer algo más que ayudar a la gente de San Juan; debía trabajar por los desheredados argentinos puesto que en esos tiempos, en el plano social, la mayoría de los argentinos podía compararse a los sin techo de la ciudad de la Cordillera, triturada por el terremoto.
Decidí, por lo tanto, que Eva Duarte se quedase en el Ministerio mío y abandonase sus actividades teatrales. En mis dos designios políticos las mujeres tenían su parte; quería incluirlas en la vida del país, llevarlas al mismo plano de los hombres y concederles un derecho que no tenían: el voto.
Al principio, aquella frágil mujer rubia no hizo hablar de ella.
Me seguía como una sombra, me escuchaba atentamente, asimilaba mis ideas, las elaboraba en su cerebro férvido e infatigable y seguía mis directivas con una precisión excepcional.
En dos o tres meses, Eva Duarte había sido capaz de transformarse en una colaboradora indispensable. Fue en ocasión de los sucesos de 1945 cuando demostró un valor fuera de lo común y una personalidad extraordinaria.
El 9 de octubre fui obligado a renunciar al Ministerio; querían que dejase el Ministerio del Trabajo por el de Guerra, pero yo me negué y preferí salir de las filas del Ejército y volver a la vida civil.
Comenzó desde entonces mi odisea política que duró diez años y de la cual, el exilio en Colón es solamente una etapa, no la conclusión.
Creía poderme dedicar pacíficamente a la organización del nuevo partido, pero me equivoqué. Fui arrestado a consecuencia de una manifestación popular protagonizada por los obreros cuando supieron mi dimisión y se me envió en confinamiento a la isla de Martín García.
En Buenos Aires, Eva Duarte trabajaba por mí. Tomó la dirección del movimiento, lo llevó hasta las localidades más lejanas del país y muy en breve puso una carga explosiva en el alma de la Nación.
Tampoco ella tuvo días tranquilos; llamada a la Secretaría de la Presidencia fue invitada a no ocuparse de política y a volver a su trabajo en el teatro. En respuesta, Eva llevó a nuestra gente a las plazas y el 17 de octubre se puso a la cabeza de los “descamisados” que en la Plaza de Mayo amenazaron incendiar la ciudad si no se me ponía inmediatamente en libertad. Frente a tanta furia y tanta decisión, el gobierno me volvió a llamar del confinamiento en Martín García y me invitó a hablar a la multitud que vivaqueaba en la plaza ante la Casa Rosada.
Era gente venida de todas las provincias, que había caminado a pie kilómetros y kilómetros, insensible al hambre y las molestias del camino, decidida a todo, con tal de salir de un estado de miseria y servidumbre en el que se arrastraba desde generaciones.
Las mujeres se habían llevado consigo hasta los hijos; los hombres habían abandonado los campos y los muchachos habían seguido a sus padres en aquella marcha que podía convertirse en el primer acto de una cruel guerra civil.
Hablé desde una ventana de la casa de gobierno; invité a la multitud a volver a su trabajo y mis palabras tuvieron el poder de serenar los ánimos agitados y enardecidos.
Yo estaba finalmente libre; Eva había vuelto a trabajar conmigo con más espíritu y mayor pasión. En lo sucesivo pensábamos con el mismo cerebro, sentíamos con el mismo corazón. Era natural por tanto que en tanta comunión de ideas y de sentimientos naciese aquel afecto que nos llevó al matrimonio.

Nos casamos en el otoño de 1945, en la iglesia de San Francisco en La Plata. Celebró la ceremonia un padre jesuita, Hernán Benítez, que luego fue el padre espiritual de Evita y la asistió hasta la muerte.

Un amor que marcó la vida de un país. Una comunión que cambió la Historia. Algo bello, simple y que, sin embargo, logró llegar a las entrañas y SER parte de esas entrañas, las de la Patria. Cuánto orgullo compañera. Como decía el General... "lo único que construye es el AMOR" y así, al calor de este amor renació todo un Pueblo. Muchas gracias compañera!
ResponderEliminarGaby (@_GabyARG)
Gracias compañera x ompartirlo conmigo, Todo será bien recibido y difundido. Besos compañera. Viva Perón!
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