La veía pálida y cada día me parecía más delgada, más consumida.
Insistía en que reposase, pero ella no atendía razones. Reaccionaba contra la debilidad que la postraba, obligaba a las pocas fuerzas que aún le restaban y a su inextinguible fuerza de voluntad.

Durante algún tiempo pareció que las medicinas la hubiesen ayudado; había recuperado un poco de fuerzas, pero muy pronto advertí que se trataba de una mejoría efímera. Evita ya no tenía sangre, ya no tenía pulso: estaba descarnada y blanda como una sombra. Era toda nervios y voluntad.
En su rostro no se notaban más que los ojos, hundidos, encendidos por la fiebre, cercados de ojeras. El mal la devoraba sin piedad.
“Si no te sometes a reposo, te mueres”, le decía yo y ella me respondía:
“Si me someto a reposo, ¿quién cuidará de esa gente?”
No había palabras que lograran convencerla de la necesidad de moderar el ritmo de su trabajo. La curaban numerosos médicos argentinos, pero cuando se agravó, hice venir de los Estados Unidos al Doctor Pack, un famoso cancerólogo, amigo nuestro y asesor del Instituto Argentino para el Cáncer y de la Fundación Eva Perón.
El Dr. Pack visitó a mi mujer hacia fines de 1951; la invitó a vivir de manera más regulada y tranquila y me dijo claramente que las esperanzas de salvarla serían nulas si no seguía sus consejos.
“La señora, me dijo, puede morir de un momento a otro. Está gravísima. No hay nada peor que curar a un enfermo que no quiere seguir las prescripciones del médico. Es mi deber advertirle, que solamente un largo período de reposo puede prolongarle la vida.
Intenté intervenir, pero sin éxito alguno. Eva continuaba yendo a su oficina, recibiendo gente y, como de costumbre, regresaba a casa a horas avanzadas de la noche y muchas veces al alba.
Una vez que la reprendí ásperamente, me respondió: “Sé que estoy muy enferma y sé también que no me salvaré. Pienso, sin embargo, que hay muchas cosas más importantes que la vida y si no las llevase a cabo, me parecería que no habría cumplido mi destino”.
El primero de mayo de 1952 habló por última vez en público desde un balcón de la Casa Rosada. Le costó gran fatiga, tanto que al terminar el discurso se desvaneció entre mis brazos. En la sala, detrás de la vidriera, a través de la cual se oía aún la voz de la multitud que la llamaba, solamente se sentía mi respiración; la de Eva era imperceptible y fatigosa.
Entre mis brazos tenía la apariencia de una muerta...
Desde entonces el mal no le dio tregua; quebrantó sus últimas fuerzas y la obligó a guardar cama. Aquellos días de lecho fueron infernales para Evita; estaba reducida a la sola piel, a través de la cual se notaba ya la blancura de los huesos. Solamente sus ojos permanecían vivos y locuaces.

Se posaban por doquiera, preguntaban todo; a ratos estaban serenos, a veces me parecían desesperados.
Las fuerzas ya la habían abandonado. Cuando se sintió cercana a la muerte quiso escribirme una carta que yo conservo entre las pocas cosas que representan mi mundo de entonces y mis riquezas de siempre. La dictó a una secretaria, y luego, de su puño y letra, agregó alguna cosa con una caligrafía vaga y temblorosa.
Una semana antes de su muerte quiso hacer testamento. A propósito de sus bienes escribió: “Deseo que todos mis bienes sean puestos a la disposición de Perón en su calidad de representante del pueblo argentino. Mis bienes son patrimonio de mi pueblo y del movimiento peronista; los derechos de mi libro entréguense a mi marido y por su mediación, a nuestra gente. Mientras Perón viva, él podrá disponer de todos mis bienes como mejor lo crea; podrá hacer de ellos lo que quiera. A él dediqué mi vida y por tanto todo lo que fue mío, le pertenece. Después de la muerte de mi marido, todo será del pueblo. Dispongo que mis joyas sirvan para crear un fondo de ayuda social; ellas no son mías, en parte me fueron regaladas por mi pueblo. Estas y otras que recibí de mis amigos extranjeros deberán servir para crear alguna cosa útil y permanente, para la tranquilidad de la gente miserable”.
El testamento de Evita fue leído a la multitud en la Plaza de Mayo el 17 de octubre de 1952.
El día antes de morir me mandó llamar y quiso permanecer sola conmigo. Me senté a la orilla de la cama y ella hizo un esfuerzo para incorporarse; su respiración era ya un estertor agónico. “No me queda ya mucho que vivir”, dijo balbuceando las palabras. “Te agradezco cuanto has hecho por mí. Te pido una sola cosa...”. La palabra murió en sus labios blancos y finos; su frente estaba perlada de sudor. Volvió a hablar en tono más bajo; su voz era apenas un susurro... “No abandones a la gente pobre... Es la única que sabe ser fiel...”.
Ya era avanzada la tarde; por la ventana entraban las primeras sombras.
Un viento implacable mecía furiosamente los árboles. El cielo tenía el color de un sudario y amenazaba lluvia.
Durante la noche, Evita tuvo un colapso y entró en coma. En la alcoba estaban conmigo su madre, su hermana, su confesor, el padre Benítez, y los médicos que la asistían, el profesor Finochietto y los doctores Tacchini y Taiana; afuera llovía como un diluvio.
Antes de expirar, Eva me había recomendado no dejarla enterrar; quería ser embalsamada.
Es inútil repetir lo que fueron los funerales de mi mujer. Los diarios de todo el mundo han hablado de ellos suficientemente.
Inmediatamente después de la desaparición de Evita se formó una comisión para erigirle un monumento; los fondos que se recogieron y se emplearon en los trabajos emanaban de una plebiscitaria suscripción popular.
Fue la misma comisión la que contrató al médico español Pedro Ara para embalsamar el cadáver.
Ara es conocido doquiera y sus métodos de trabajo son verdaderamente extraordinarios.
Casi podría decir que el doctor Ara logra fijar en el rostro de sus muertos, aquel soplo de vida al que, en el último momento, ellos buscan aferrarse desesperadamente.
El médico español diseca lentamente el cadáver dentro de un horno a temperatura moderada y a medida que los tejidos se endurecen, inyecta en las venas parafina y otras sustancias especiales, en lugar de sangre. Se hizo el embalsamiento en una sala del último piso de la sede de la Confederación General del Trabajo transformada en gabinete anatómico y duró casi seis meses.
Vi el cadáver embalsamado de Evita y tuve la impresión de que dormía. No lograba apartar los ojos de su pecho, porque esperaba de un momento a otro que se levantase y se repitiese así el milagro de la vida.
Eva vestía una túnica blanca, larguísima, que le cubría los desnudos pies. Sobre la túnica, casi a la altura de los hombros, brillaba el distintivo peronista en oro y piedras preciosas, que llevaba cuando vivía. Las manos le salían de las amplías mangas y estaban cruzadas; entre las manos tenía un crucifijo. Su rostro estaba como de cera, lúcido y transparente, tenía los ojos cerrados como si durmiese. Los cabellos bien peinados hacían el efecto de una aureola. El cadáver estaba extendido en un minúsculo lecho forrado de raso y encerrado en una campana de vidrio. Esperando trasladarla al mausoleo que se estaba construyendo ante la villa presidencial, según deseo expreso de Evita poco antes de morir, ordené que fuese colocada en una sala de la Confederación del Trabajo, transformada en capilla provisional.
Las paredes de aquel sepulcro estaban recubiertas de paños azules y detrás de las colgaduras había una mesita en la cual el Dr. Ara tenía las redomas y ampollas de sus ácidos y jeringas. La cámara era semi-oscura; apenas la iluminaba un rayo de mortecina luz que venía del techo; una puerta de madera con dos ventanillas de vidrio opaco daba acceso a aquel lugar en donde nadie podía entrar. Existía una sola llave y la tenía el médico español.
Yo fui tres veces a ver a Evita; cada vez experimentaba una emoción diversa. Ante la puerta sentía un extraño sudor que me descendía por la espalda; el ruido de la llave al girar en la cerradura me parecía convertirse en un trueno... Luego seguía un gran silencio, como si el umbral de aquella puerta fuese el umbral de la eternidad.
Eva estaba inmóvil, blanca como una nubecilla. Una vez me le acerqué y estuve tentado de tocarle el rostro; alargué la mano pero la retiré súbitamente; tenía miedo de que el calor de mi mano y mis dedos la redujesen a polvo como sucede con el aire en los sepulcros antiguos.
Ara se me acercó y me dijo en voz baja: “No tenga miedo. Está intacta como cuando estaba viva”.
El 17 de octubre, en el aniversario de nuestra revolución, el cadáver embalsamado de mi mujer habría debido ser colocado en la cámara funeraria del gran monumento, dentro de una caja de vidrio y una de plata. Una vez al año sería abierto el sepulcro, a fin de que el pueblo pudiese visitarlo.
No sé qué le haya sucedido al cadáver de Evita. Sé que hasta el día de mi partida y durante el mes que gobernó Lonardi estaba en la sala, en el segundo piso de la Confederación General de Trabajadores.
Rojas dio órdenes luego, de sacarlo de allí e ignoro dónde lo hayan escondido. Me consta que muchos grupos de damas peronistas, varias veces, se dirigieron al gobierno solicitando el cadáver para darle sepultura. Aramburu ha ignorado las solicitudes de aquellas damas, así como ha ignorado el telegrama que le envié hace un par de meses y en el cual le advertía, entre otras cosas, que lo consideraría responsable de cualquier cosa que le sucediese al cadáver de mi mujer.
De nosotros dos, acaso solamente Evita es feliz. Aunque muerta y sin paz, Eva se ha quedado en su tierra; yo estoy lejos de ella y solamente me es dado vivir de esperanzas, de angustias y recuerdos.
De ella me quedan una fotografía, su “carnet cívico” que es nuestra cédula de identidad, y la última carta que me mandó el 4 de junio de 1952. Las pocas palabras que escribió de su puño y letra son casi ilegibles, la escritura es irregular, incierta y fatigada. Se parece a su respiración, como la sentí aquella mañana inolvidable, pocos instantes antes de morir.